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Miguel Ángel sólo hay uno.

Sólo existe un Miguel Ángel. Y un Leonardo. Un único William, solamente hay un Piet, un Antoni, un Georg Friedrich, un Johannes. Vasili, Frank, Auguste, Fiodor…Son nombres que no necesitan apellido. Al menos para algunos.

Es lo que ocurre cuando dejas que un gran artista entre en tu vida, que os hacéis amigos y le tratas de tú, por su nombre de pila. O incluso por el apodo, como ocurre con el Spagnoletto, Corbu, o Tintoretto.

Todo comienza con una obra que te atrapa y se queda grabada en tu memoria. Intentas no hacerle mucho caso, porque siempre hay algo más urgente que hacer, pero tarde o temprano  acabas cediendo. Y a la primera oportunidad acudes a la fuente del saber: antes, la biblioteca;  ahora, Internet.

Dibujos de  Miguel Ángel en la Albertina de Viena.

Dibujos de Miguel Ángel en la Albertina de Viena.

El caso es que una pintura lleva a otra, una canción te sabe a poco, y no puedes dejar el libro a medias. Siempre tienes ganas de más. Y estás entrando, casi sin darte cuenta,  en una relación que no sabes dónde te va a llevar. Empiezas a tontear con el arte y acabas conociendo a los artistas como si fueran tus habituales compañeros de sobremesa. Porque no se puede admirar una obra, admirarla de verdad, sin desear conocer  a la persona que hay detrás.

Es como pasar del museo al taller, y darle la mano al artista diciendo: «Soy fiel seguidor de su trabajo…» Pero no puedes acabar la frase porque todo lo que hay allí captura tu mirada. Posas los ojos en un  objeto y en otro, en los libros, los apuntes y bocetos, plumas y pinceles…hasta que te topas con los ojos del genio, que te observan viendo lo que tú sólo puedes intuir.

Entonces, puedes estar seguro  de que no olvidarás nunca su nombre, y que sólo con oírlo volverán a tu cabeza miles de obras maravillosas. En ellas sabrás descifrar los secretos de su vida, porque lo conoces como se conoce a un amigo; por eso para ti sólo hay uno.

Y en esas vidas hay un poco de todo. El arrogante éxito de Pedro Pablo, la incontenible energía de Ludwig,  la amargura del visionario Francisco, la serena y vital felicidad de Joaquín, la extraordinaria sensibilidad de Stefan, la excentricidad onírica de Gustav, el carácter de Sofonisba.

Hay un universo paralelo detrás de cada uno de esos nombres. Anton, Tomás Luis, Claude, Mateo, Gian Lorenzo, Edvard, Frida, Johan Sebastian, Thomas, Diego… Y muchos más que me dejo en el tintero. Todos ellos ven el mundo de forma única y siempre sorprendente. Cada uno de ellos es irrepetible. Por eso sólo hay uno.

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La universalidad del arte.

"Piedad", Miguel Ángel Buonarroti, 1498-1499.

«Piedad», Miguel Ángel Buonarroti, 1498-1499.

 

Lo mejor del arte es que es profundamente humano. Todo el mundo puede entenderlo, y sentirse interpelado, aunque no haya pisado un museo, un aula de arte, ni leído un catálogo razonado en su vida.

Y es que precisamente eso, la vida, sobre lo que va el arte. La de todos, la de uno mismo, la del de al lado, la de los hombres del pasado, y también del futuro. Es que, en el fondo, pero en el fondo de verdad,  somos todos iguales.

Lo grande del arte es que no precisa códigos para descifrarlo, ni se necesitan fórmulas para disfrutarlo. Esto es más evidente en el arte figurativo o clásico, pero si uno tiene la sensibilidad un poco receptiva, es capaz de descubrir este reflejo de humanidad en todas las formas, colores y materiales, en toda experiencia estética. Por eso, este principio es extensible a toda forma de arte, lo cual incluye la música, la literatura o la danza, por ejemplo. La atracción por la estética es algo innato en todos nosotros, no hay modo de evitarlo.

Pero, en realidad,  sólo hace falta una cosa: la naturaleza humana. Naturalmente, uno procura conocer lo que ama, y por eso existimos los historiadores del arte, que hemos hecho de nuestra pasión nuestra profesión. Pero, antes que el conocimiento, vino el «flechazo».

Y lo más maravilloso de todo, lo que hace del arte un lenguaje común, es que es algo que podemos compartir todos. Porque la naturaleza humana es la misma en el romano que luchó en la conquista de Cartago, en un chico que envía un whatsapp a su novia, en un monje que copiaba textos de Aristóteles en el scriptorium, que en el campesino ruso que arriesgó su vida al reclamar la libertad.

Hagamos una prueba. Imaginemos que, en un futuro no demasiado lejano,  todas las manifestaciones artísticas y culturales que se han producido hasta el día de hoy desaparecen. Por la razón que sea, el motivo importa poco. Todas, menos una: la «Piedad» de Miguel Ángel, la del Vaticano. Supongamos que un hombre la encuentra y la contempla. No sabe quién fue Miguel Ángel Buonarroti, desconoce absolutamente que alguna vez hubo un estilo artístico denominado Renacimiento. Y, por supuesto, no tiene ni idea de qué fue la Antigüedad clásica, ni mucho menos la cultura occidental judeo-cristiana.

Pero sus ojos ven una mujer que sostiene entre sus brazos a un hombre muerto. Ve que ella tiene una expresión de sufrimiento, y siente cómo su dolor parece traspasarse a su propio interior. Mira el cuerpo inerte del hombre, que era aún joven, e intuye que no tendría que haber muerto todavía, que su vida había sido cortada inesperadamente. La mano derecha de  ella se aferra al cuerpo de él, con una fuerza que muestra el amor que le tenía. Pero la mano izquierda permanece abierta, en actitud de aceptación, de recepción de lo que escapa a su poder. Y su rostro muestra pena, pero trasluce un lamento sereno, que no pretende venganza.

Y este hipotético hombre del futuro, desvinculado de toda referencia histórica y cultural, aprecia inmediatamente la obra como algo extraordinario. Pero no como mero vestigio del pasado, ni por proceder de la mano de un genio, ya que ignora todo esto. Amaría el arte por lo que es: una llamada a la puerta de su propio interior, de su más profunda humanidad.

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