Hay una canción que me gusta que dice «… so let the memories be good for those who stay», que los recuerdos que dejemos sean buenos para los que se queden aquí cuando cada uno de nosotros se vaya.
Esto siempre me hace pensar en dos cosas: por un lado, lo torpe que soy yo misma para ir conformando esos buenos recuerdos en potencia (o la habilidad que tengo para restarle bondad a esas futuras memorias), y por otro, la feliz suerte que tengo por estar mi vida llena de esas personas que llevaron, y llevan, ese buen consejo a la práctica.
Con lo primero, aún me queda mucho por aprender, y mucha batalla que librar, ciertamente. Los que me conocen pueden dar fe de ello. No me gustaría que al irme de aquí los capítulos finales de mi vida fueran los que retrataran lo peor de mi carácter, y dejaran un poso agrio en la memoria de los demás, como de oportunidad perdida. Así que espero estar a tiempo de recopilar ingredientes para futuras remembranzas gratas.
Y, respecto a lo segundo, soy consciente de que tengo a mi lado maestros en este difícil arte. Tanto los de ahí arriba como los de aquí abajo me han procurado materia más que abundante para que una sonrisa sea lo primero que surja al revivir el tiempo que tuve el privilegio de compartir con ellos. A veces a la sonrisa le sucede una lágrima de añoranza, pero no de amargura, sino más bien como un bálsamo que suaviza el resquemor que deja en ocasiones la sensación de echar en falta.
Pero, como digo, la reacción espontánea al reconstruir esas escenas del pasado es la de sonreír, con los labios y con los ojos. Y esto ocurre no sólo al despertar recuerdos de la herencia que me legaron, sino también al crear nuevas memorias imaginarias que, aunque no ocupan lugar en el tiempo, tienen un hueco en la cabeza y el corazón.
Por ejemplo, el otro día, al ver a una mujer en el museo donde trabajo, empecé a imaginarme a mi propia abuela allí, con toda claridad (lo cual no deja de ser curioso, porque lo cierto es que no podía parecerse menos a ella…). Y de pronto, podía verla allí, y también a mi abuelo, tal y como hubiera ocurrido. Intuía perfectamente lo que dirían, cómo se moverían por las salas, e incluso qué ropa llevarían. Me dije a mí misma, en mi discurso interior, que, naturalmente, mi abuela debía subir en el ascensor, porque la escalera esa es más bien poco accesible para una persona de su edad. Mi abuelo la acompañaría en el ascensor, pero no dejaría de curiosear la vista que se aprecia asomándose, todo espigado él, a través de la pequeña tribuna que se abre en el piso superior. Sé perfectamente cómo cada uno de ellos recorrería el museo, con sus movimientos característicos, con su modo de hablar y de observar las cosas.
Y al crear casi inconscientemente este recuerdo imaginario, cuya génesis apenas duró unos segundos, lo primero que hice fue sonreír. Luego vino una pequeña lágrima, pero más dulce que salada.
Así que supongo que los buenos recuerdos, formados con las pequeñas cosas que hacemos cada día, si logramos ir conformando esa buena herencia, alargan la felicidad y la ternura que experimentamos junto aquellos a los que queremos, y que nos siguen queriendo desde el otro lado para continuar compartiendo nuestras vidas de otra manera.